Era de noche y hacia frío, me tire al suelo y le empecé a contar de ti, de tu risa, de tu voz y de tu olor, de lo que yo sentía cada vez que te veía. Le conté de tus miedos y de tu pasado, de los buenos y los malos, de lo que quisiste y de lo que te dejo.

   Le converse del matiz de tu pie y de tu cara perfecta, de tus manos y las parte de tu cuerpo que aún no veía. Le dije de tu sencillez y de lo extraordinario que era sentirte cerca. Le confesé que me haces sentir cosas que creí habían muerto, que me hago pequeño cada vez que te veo y que por alguna razón mi paz con el tiempo se convirtió en tu nombre.

   Le comenté lo mucho que te idealice y de lo poco que realmente te conocía. Le afirme lo cansado que me sentía, que en el camino solo me dañe y di hasta lo que no tenía, que en algún momento te encontré y decidí quedarme allí; le dije con miedo que no me sentía preparado, que estabas cerca pero te tenía lejos.

 No pare de contarle lo especial que eres, lo mucho que vales y lo simplemente completo que me haces sentir. Le seguí diciendo lo mucho que te necesitaba, que mis manos se desvanecían por tocarte, que solo tu presencia me hacía débil.

Por último, le confesé que me volvías loco, que para mí eres más que suficiente y que tan solo un poco de ti era lo que noche tras noche soñaba despierto. De tanto hablar y contar, llegue a la conclusión de que aún sin probarte, sin poder tenerte, sabía que eras lo más puro y completo que nunca antes había tenido en mi camino y que por tan solo eso, merecías el tiempo y todo lo que más allá de lo creíble fuese necesario