“El Trent y la joven”
Se encontraba paseando por un bosque cercano a su pueblo. Era un lugar agradable. La Brisa refrescaba el calor agobiante que se acumulaba entre la densidad de las hojas. El canto de los pájaros, el olor a fresno y la hierba mezclado con el suave aroma de las amapolas que pintaban el lugar, todo aquello la maravillaba.
Le encantaba aquel bosque. Lo recorría cada día, lo hacía solo para ver a un ser que lograba calmarla. Relajarla. En el mismo corazón del bosque se alzaba un árbol más grueso que cualquier otro. Era un árbol diferente, tenía un aura diferente, una esencia que se distinguía sobre las demás, un entramado complejo entre sus raíces, que bordeaban su tronco, un algo que lo hacía especial. Como si brillase entre todos los demás, pero sin emitir luz alguna.
La joven se sentaba entre las raíces de aquel enorme árbol y acariciaba su rugosa corteza. Allí se sentía a salvo. Allí estaba segura. Y allí podía escuchar la melodía que él cantaba solo para ella.
Una suave tonada que acariciaba su alma con suavidad y calidez.
Cantaba sin voz, pero inundaba su mente con una clara imagen de aquel bosque. De su paz y su quietud.
Ella no quería marcharse. Pero la noche se acercaba y siempre se despedían con una promesa. Ella volvería al día siguiente para escuchar cantar al viejo Trent. El cantaría para ella todo el día y, a cambio, ella dejaría sus pesares y sus temores en sus raíces.
Así, el viejo árbol calmaba a la joven. La devolvía a un mundo hermoso y él, poco a poco, crecía transformando el pesar y el dolor en el verde que colgaba de sus ramas y en las flores que brotaban en la primavera pues todo mal se desvanece y todo mal perece, y en el proceso, quien lo enfrenta se fortalece.
Y lo que perdura en la memoria es la suave melodía del Trent que nunca deja de cantar, para que la joven siempre pueda sonreír.
Fin.