Él estaba de viaje. Iba a cerrar un trato al reino de Lakmé. Había escuchado que alguien se estaba deshaciendo de unas tierras y tenía toda la intención de comprarlas, iba a ser un regalo para sí mismo, un premio por todo su esfuerzo de los últimos años.

Cuando salió de casa, el cielo estaba totalmente despejado. Sin embargo, al caer la tarde el clima se volvió totalmente en su contra. Pudo llegar a Paus, el pueblo en la frontera del reino, a tiempo para refugiarse del aguacero que amenazaba con seguir ahí toda la noche.

Saulo había decidido que, si la tormenta no cesaba al día siguiente, los próximos días saldría una hora más temprano para recuperar el tiempo perdido.

Eran las diez de la noche y sus ojos no lograban mantenerse abiertos mientras estudiaba el camino más rápido hacia Lakmé. Despertó con la cabeza recargada en el escritorio. Su saliva había formado un lago en medio del Gran Bosque del Sur. Pasó su manga para limpiar la evidencia y se levantó rápidamente. Habían pasado ocho horas y no había cielo más despejado que el que asomaba a su ventana. Se dio un par de golpes en la cara, se vistió y fue a buscar algo de café antes de recoger sus pertenencias, pero apenas había apoyado su mano en el pomo de la puerta cuando un fuerte estruendo lo sacó de sus pensamientos, como si un rayo hubiese caído justo afuera de la posada. Al girarse hacia la ventana, justo detrás de él, una fuerte luz mezcla de verde y rojo iluminó la habitación dejándolo ciego por un momento. Abrió los ojos un poco y se protegió la vista con la mano, se acercó a la ventana con la intención de averiguar lo sucedido, pero se giró de nuevo cuando la puerta se abrió bruscamente.
— ¿Te has despertado? — Un hombre algo mayor entró a la habitación, tenía el cabello casi completamente blanco, varias arrugas surcando su cara y manos, en las que sostenía una lámpara de aceite.
—No estaba dormido...—corrigió el joven, algo molesto por la falta de educación del dueño, que entraba sin ser llamado—. ¿Ocurre algo allá afuera, señor Argenis?
Argenis, a pesar de su aspecto viejo, era un hombre alto y fornido, de voz grave e imponente, pero usaba siempre un tono amable, tal vez en su juventud había sido un leñador...
—Tus ronquidos se escuchan hasta la planta baja, muchacho—Argenis cerró la puerta detrás de sí y colocó la lámpara en la mesa donde estaba el mapa, se le escapó una sonrisa al ver la mancha de saliva y continuó—. Ha muerto uno de los grandes—Saulo lo observó por un momento y fijó la vista en el mismo lugar que el anciano, el espectáculo que se producía en las alturas—. Es algo que no se ve todos los días, deberías de sentirte afortunado.
Saulo no respondió, justo enfrente de él, en el cielo, había dos dragones, uno de color rojo y otro de color verde, uno siguiendo al otro, trazando círculos sin llegar a tocarse, como si de un baile se tratara. Se tomaban de las patas y luego se volvían a soltar, se alejaban, uno al norte y otro al sur, y regresaban, a veces se dejaban caer hasta casi tocar el piso y abrían sus alas de nuevo en el último momento, haciendo una ráfaga de aire que levantaba una gran nube de polvo, las casas más viejas amenazaban con caerse, los vidrios con romperse y los tejados con salir volando, pero nada de eso pasó. Ambos emitían una fuerte luz de su propio color que entraba por las ventanas e iluminaba todas las casas, como si fuera un sol.
— ¿Uno de los grandes? — logró articular después de unos momentos.
—Uno de los ocho que dominan la tierra, de aquellos que mantienen el orden, de los que tienen el poder y pueden darlo y quitarlo a voluntad.
— ¿Dioses? —preguntó escéptico.
— ¡¿Dioses?! Si fuera un Dios no habría muerto, ¿no crees? —Se acercó a la ventana y apoyó una de sus manos en el hombro de Saulo, parecían delgadas y débiles, pero poseían una fuerza extraordinaria que pudo notar en la firmeza de su agarre —. Guardianes. Dios no baja a este mundo, al parecer está demasiado ocupado como para hacerse cargo de nosotros. Dicen que ni siquiera pretendía crear a los humanos, somos como animales para él… así que lo ha dejado al mando de sus guardianes.
Saulo guardó silencio un momento, recordaba vagamente escuchar esas historias de hace un par de siglos, pero según sabía, pasarían otros doscientos años antes de que la humanidad pudiera ver algo así de nuevo.
—Tengo entendido que aún no es tiempo...
— Es tiempo. Los libros hablan de muertes por causas naturales, esperanza de vida nada más, la realidad es una muy diferente.
El viejo tomó una vieja silla de madera y la puso frente a la ventana.
—Siéntate— ordenó — permite que te cuente una historia que no vas a encontrar en ningún libro— dijo al tiempo que se dejaba caer en el sillón.