Llevo años preguntándome cuál es el sentido que se esconde tras este amasijo de hormigón y metal, tras este montón de carne y hueso, tras estas ideas y esperanzas. Llevo años tratando de encontrarle sentido a la vida. No suelo tener demasiado tiempo libre para hacerlo, no suelo pararme a pensarlo con detenimiento. Puede que el tiempo me haya acobardado, pero cada vez me gusta menos quedarme a solas con mis pensamientos por las noches.
Observo en la negrura de la habitación el lugar en el que se halla el techo y, en un ejercicio de imaginación, la oscuridad se llena de una miríada de minúsculos puntos de luz que revelan en el fondo un vasto manto de colores llamado Vía Láctea. Pienso en la inmensidad del universo, en lo minúsculas e insignificantes que son nuestras vidas, en que llegará el día en que exhalemos el aire por última vez, dando término a nuestra mísera existencia. Pienso en que lo que quedará de nosotros, bien sea un ataúd, una urna de cenizas o un recuerdo en la memoria de un ser querido, acabará desvaneciéndose, y al final de todo, ni polvo quedará de lo que una vez fuimos.
Trato de deshacerme de estos pensamientos y conciliar el sueño, en vano, pues pronto mi mente ya se encuentra sumida en nuevas reflexiones: la guerra, la hipocresía, la sociedad, sus altos y sus bajos. Me embarga una culpa tremenda, siento como si el corazón fuera a salírseme del pecho en cualquier momento al recordar esa pequeña noticia a pie de página sobre la crisis humanitaria en Yemen, sobre las protestas en Nicaragua, sobre la represión en Venezuela o los secuestros de Boko Haram. Me detengo a pensar en el Estado, en lo que este representa, en que no dejo de ser una pieza más de este juego en el que los titiriteros mueven los hilos a su antojo y que me limito a aportar mi granito de arena a la barbarie, a la locura. Intento de nuevo conciliar el sueño, diciéndome a mí mismo que no tengo la culpa, que no soy más que un simple peón que trata de sobrevivir y hacerse hueco, pero una montaña de arena la forman sus granos, y el mío se ha incorporado para hacerla crecer, para que la situación no cambie o se detenga jamás.
Observo los rostros indiferentes, cómo apartan la mirada hacia otro lado, tratando de ignorar lo mejor posible el problema, como quien pasa de largo al vagabundo que pide una moneda a la salida del supermercado. Pienso en que a lo mejor debería unirme a ellos, abandonar del todo estas inquietudes que me carcomen por dentro día a día, erosionando mi espíritu como las olas que impactan inexorablemente contra el acantilado. Pero aunque quisiera hacerlo, me sería imposible. Ahora soy incapaz de callar a la conciencia. Ya no puedo mirar hacia otro lado. No me lo permitiría.
Ahora solo queda luchar, antes de que el veneno de estos pensamientos acabe del todo conmigo, antes de que me convierta en una carcasa vacía e inservible, antes de que me consuma la indiferencia y la desesperación.
El llanto esta noche no se lo dedico a mi persona.
Se lo dedico a la humanidad.