Murió un joven de forma imprevista y el ataúd fue colocado en un nicho que era prestado. En ese momento, la familia no estaba en posibilidad de enterrar cristianamente a nadie y como todo pueblo chico, no hay forma en que se deje a los muertos sin su última morada.  

La familia, que se había trasladado a  «La ciudad blanca», regresó a su tierra al año entrante para la acostumbrada celebración del día de todos los santos. Compraron flores y coronas, luminarias y todas aquellas cosas comerciales que encontramos a las afueras de un cementerio. La tradición hablada reza en la promesa que este día todos podemos hablar con nuestros finados, ellos por su parte, aun cuando no contesten a las frecuentes preguntas, sí las escuchan. Al menos eso se cree.

La madre, como toda mujer que ha llevado a su hijo en el vientre por nueve meses y siendo ferviente creyente de esta tradición, se adelantó al lugar indicado mientras los demás hijos se quedaron conversando con unos amigos que hacía tiempo que no veían.

Ella observó el nicho con expresión afligida. Prendió una vela blanca, derramó un poco de cera y la pegó al helado cemento. Se sintió agradecida de que su hijo tuviera tanto amor en forma de flores y entre muecas y aflicciones colocó un cucurucho de papel periódico para que la llama no muriera debido al viento. Colocó la corona en un lugar visible. Como era de esperar, el tono lastimero y el llanto sentido no tardó en llegar.

—Ay, hijito —murmuró—. Por qué te fuiste, hijito.  Por qué me dejaste —La mujer soltaba tales alaridos y lagrimones que muchos de los allegados al lugar comenzaron a observarla con curiosidad—. Aún me acuerdo, hijito… ay, hijito. Ay hijito de mi entrañas —Sus ojos estaban anegados de lágrimas, cristalinos y tan afluentes como el río más caudaloso.

En ese momento aparecieron los familiares quienes la observaron un poco extrañados.

—¡Ay, mamita, tu hermano! —Siguió la madre.

—Mamita, ya… —murmuró la hija—. Este no es el nicho —La madre la observó con curiosidad—, lo hemos cambiado, no ves que era prestado.

La mujer dejó de llorar en el acto.

—Ah, carajo, si no es el nicho, entonces,  por gusto he llorado. ¿Dónde es pues?

Apagó la vela, la arrancó del cemento y la sacudió un poco para que toda la cera cayera. Cogió su corona y refunfuñando se fue detrás de su hija.

Cuando llegó al nicho donde se encontraba realmente el finado, la madre volvió a llorar y a repetir el ritual anterior…

Cosa curiosa, porque no todos los días perdemos finaditos en pleno campo santo.

Hubo una época, en la que no importaba si comías carne de caballo, de buey, de chancho, de pollo o de camélido sudamericano.  No importaba porque cada familia del pueblo tenía su chacra para poder sembrar los alimentos necesarios para vender, dar de alimentar a su familia y también a sus propios animales. Todos ellos estaban tan bien cuidados que eran considerados aptos para el consumo humano.

Por estos tiempos, muy antiguos a nosotros y a lo que conocemos,  tener en la mesa un «sudado de burro», « chicharrón de burro» o por qué no, también en adobo, era todo un acontecimiento.

En una oportunidad, contaba mi tío Lalo, un burrito deambulaba completamente perdido por plena calle Progreso (una de las cuatro únicas calles del pueblo). Ningún transeúnte se adjudicaba la posesión del burrito, por lo que un grupo de amigos que estaban observando por allí, decidieron beneficiarlo.

Al día siguiente, prepararon chicharrón y adobo con la suculenta carne del asnito perdido. Un policía pasó por allí y observó la comilona del grupito en cuestión y éstos, muy amablemente procedieron a invitarle parte del botín. Lo cierto es que todo cundió hasta para llevar y para hacer parrillada al día siguiente.  

Por otro lado, el dueño del animal, se apresuró a la comisaría del pueblo para denunciar el robo de uno de sus mejores animales. Fue despotricando sobre la gente que había en ese pueblo y entre conversaciones, averiguó que estos individuos habían dado muerte a su burro.

Es así como citaron a aquellos que habían cometido aquel aberrante crimen. El sargento, que era el jefe máximo en la comisaría, comenzó a amonestarlos y a acusarlos de abigeos, asegurando que iban a pasar a estancias mayores por el delito cometido.

Ellos le propusieron pagar el burrito y acabar con el problema de una buena vez, pero el sargento, el ilustre sargento, dijo: ¡No!.

Aplausos para ese sargento que en cumplimiento de sus funciones va a encarcelar a tres individuos por la acción cometida. Sería la anécdota perfecta, si es que no se entrase que uno de sus inferiores estuviera dentro del asunto. La cosa se puso color de hormiga. Enfurecido, llamó al policía y  como decimos criollamente: «Lo subió y lo bajó».

—No sabía que era robado, mi sargento —inquirió el policía asustado por los cargos presentados ante él.

—Está usted implicado en el crimen porque lo comiste. Eres cómplice de los demás.

El policía frunció el ceño y pensó un momento su respuesta.

—Sí, mi sargento, lo comí; pero usted también está implicado

—¡¿Yo?! ¡¿Por qué?!  —preguntó encolerizado.

—Porque usted también comió del adobo que se hizo con el burrito.

Sorprendido el sargento comenzó a gritar:

—¡Arregla esto, carajo, y ve a pagar el maldito burro!

Y así lo hicieron. ¿Qué policía ilustre, no?

En casa de mi familia, se dice que el tipo de calor que desprende tu mano te hace buena o mala persona. Si la mano es demasiado caliente, es un indicativo que no sueles hacer muchas cosas buenas en la vida y por lo tanto no tienes demasiada suerte; todo lo contrario si tu mano es más fría o intermedia. Cuando niña, me encantaba escuchar ese tipo de historias y a mis tíos abuelos les encantaba contarla. Era toda una partida doble y mataba dos pájaros de un tiro entreteniendo a ambos, y no importaba  si era una de esas leyendas que te hacen levantar una ceja al escucharla y aunque cierras la boca para no decir que eso es lógicamente imposible, por dentro te estás riendo.

En fin… Esa mañana todos nos esperaban en el pueblo, mi tía, había preparado tantas camas como sus cincos habitaciones de invitados le permitían para albergarnos a todos. Llegamos a la casa de mi tío abuelo Nofo para saludar y ver qué se necesitaba para la comilona del día de la Virgen, esa festividad patronal que por primera vez vería.

Me senté en un costado observando todo con curiosidad: Gente corría de izquierda a derecha, mis tíos gritaban, mi padre les respondía, mamá estaba a punto de darle un infarto porque Susy; la perra collie, le había ensuciado el vestido, mi abuela intentaba poner a todos en orden gritando como gallina: ¡Basta, ya, basta! Y los conejos comenzaban a escaparse del corral.

Para mis primos mayores, la niña invisible era más nítida que yo, así que no tenía ninguna esperanza de salir de allí sin que no fuera solo para dormir. Uno de los conejos, que se habían escapado y estaban por todos lados,  fue a dar a mis pies, escondiéndose de todas aquellas que gritaban para devolverlos a su lugar como si fueran ratas.

Levanté al pequeño animalito y lo coloqué en mi regazo. Automáticamente se acurrucó y comenzó a quedarse dormido. Me gustan los animales, así que no era nada nuevo el cuidarlo. Mi tía, que observó todo, me dijo que me regalaba el conejito. Contenta, se lo mostré a la abuela y ella puso al pequeño en su pecho. Lo estuvo acariciando por un tiempo y luego, lo devolvimos al corral, total,  estaríamos unos días allí.

A la mañana siguiente, cuando estuvimos todos en el desayuno, mi tía abuela Gladys entró y dijo que el conejito que me iba a regalar había amanecido muerto. De reojo todos observaron a mi abuela; pero nadie tuvo el valor de decir nada, ni siquiera yo.  Pero no faltó alguien que abriera la boca, mi tío abuelo Nofo, murmuró: ¡Caramba, Betty, que tiene la mano desdichada!

Nunca supe si el conejo se murió porque  era demasiado pequeño para que lo tocara cualquier humano o porque realmente mi abuela no era tan buena persona como aparentaba. No lo descubrí en ese momento y supongo que no lo descubriré ahora.