La recaída siempre es la peor parte de la enfermedad.
A veces creía que te quería. Como, ya sabes, algo. Alguien.
Y te lo decía.
«Yo también», soltabas. Juraría que una vez, sólo una, sonreíste.
Prefería, en toda mentira, tus besos en la frente. Cándidos. Apacibles.
Podía estar años ahí. Esperando el tren. Si tan sólo no me hubieses empujado a los rieles.
Sabía que todo iría mal cuando, como otros y todos, preguntaste por qué nunca había finales felices en mis historias; mirabas suturas y ganas y no las heridas de mi carne en rojo, te ausentabas y tu silencio me hacía bien. Nos sobrábamos como se sobran los besos de despedida con hasta luego que sabes que no serán. No estabas, pero tampoco querías irte.
Nuestra historia es un monólogo triste e insensato que desafiaba la naturaleza de las cosas: tú me comías el coño, yo me comía la cabeza. Nos la volábamos juntos, mismo gatillo, misma tempestad. La grandilocuencia de tu boca se encontró con el huracán encadenado de mi lengua. Céfiro entre las sábanas. Llovizna por los insomnios. Qué coincidencia tan funesta la de tu sudor en mis yemas y mis dientes en tus espacios en blanco. No me dejaste marcas y te odié. Tú tan de los polvos a medio vestir y yo tan de vestirnos juntos.
Lo nuestro era una epístola clara al pasado del que no hablábamos. Mudo. Solemne. Muerte sobreentendida, un cuento
in extrema res. Soledad con soledad no se aman, no si tú querías seguir solo, pero conmigo a la vuelta, y yo dejar de sentirme abandonada bajo tu ala de níquel macizo. Yo era hielo astillado y tu caricia era agua hirviendo; nunca soltaste mis manos cuando me prendía a tu espalda, húmeda de mi sal y remordimientos, mas tampoco miraste mi cara cuando follábamos. Cuando lo hiciste, ya era demasiado tarde y yo miraba al al techo, a la pared, a la nada que nos unía vientre con vientre.
Nunca desenredé mis dedos de los tuyos, aún así.
Tampoco dejé de observarte, de soslayo. Asomada en tus sienes mojadas y las rendijas de tus pestañas.
Nos dejamos de mirar. Y seguíamos.
Tú porque no tenías nada que ver.
Yo porque estaba ciega por ver al sol a la cara.
A veces creía que te quería, otras, más dolorosas, creía que tú me querías a mí. Junto a ti aprendí que la relatividad del tiempo era inexacta; tus discontinuidades lo hicieron. No te gustaba dormir en mi regazo, tampoco que gustaba que durmiese sin ti. No dejabas las cosas a medias, decías. Por eso mi corazón fue Pompeya y tu existencia la lava que calcinó todo. Dejaste huellas de obsidiana en mis entrañas y mi amor se ha vuelto una mina sin curiosos suicidas.
Ya no virgen de ti, pero prohibida de mí misma.
Pobre, pobre ilusa. Que se llama y no se responde.
Ni yo estaba tan rota como pensaba, ni tú estabas tan completo como asegurabas. Todos tenemos ese alguien que se mira entero en los miedos del otro, quien sopla el castillo de naipes y camina sobre tus verdades de cartón mojado, que no protegen, pero te hacen fuerte por un efímero momento, que te cobijan en una paz de esporas.
Tú fuiste ese alguien. Estaba convencida de que, si regresabas, algo dentro de mí se partiría en galaxias. Escapé de ti ciento cuarenta y cuatro días que fueron eternidades carnívoras, te lloré media vida, hasta quedarme sin voz ni aliento. Preguntándome, acorralada en mi pueril ego, qué había hecho mal. No pude llorar cuando volví a saber que existías.
Y lo entendí, entonces. No puedes hacerle el mal a alguien que nunca permitió le hicieses el querer.
A veces creía que te quería. Otras, creía que querías que te quisiera.
Pero no.